El 11 en la cabeza

13 10 2009

Justo estaba en el exacto orden que había dejado al acostarse y eso le dio una señal de buen augurio para el día que iniciaba. Tal como había sucedido en la mañana de ayer y en la de anteayer y en la de antes de antes y antes, encontró, sentándose en el borde de la cama, a sus pantuflas azules, exactamente alineadas una al lado de la otra, enfundando en ellas los pies. Se incorporó y a partir de allí comenzó a cumplir la tarea ritual que debía demandarle el lapso de 35 minutos para dirigirse al baño, orinar, afeitarse, ducharse, secarse, enfundarse el slip, escurrir el agua del piso y peinarse, para luego utilizar otros 25 minutos para concurrir a la cocina, prender el mechero, posar la cafetera con su correspondiente brebaje, preparado a última hora de la noche, para entonces volver al dormitorio, encaminándose a la silla de estilo colonial que inmóvil esperaba a que le despojara de su camisa impecable, pantalón y corbata que, antes de ir al sueño nocturno reparador, había acomodado prolijamente sobre ella. Al vivir solo, no había necesitado decir «Buenas noches y hasta mañana» a alguien que impúdicamente no tendría la importante disposición de conservar cada cosa en su lugar tal como él lo había logrado en perfecta simetría entre una y otra. Una vez vestido y descalzo, fue al cajón del placard adonde las hileras de medias enrolladas como pionono esperaban ansiosas la decisión suya en darles el privilegio de ser elegidas. Esta vez fueron unas de color gris que serían combinadas con el par de zapatos negros que seleccionó entre los que también estaban allí alineados. Entre los sacos colgados en perchas dentro de muebles optó por el marrón. Volvió a la cocina, apagó el mechero, vertió el café en una taza y sin azúcar lo bebió. Una hora exacta después cerraba la puerta del departamento dirigiéndose al pulsador de llamada al ascensor. Hasta aquí todo estaba en ese orden justo que había programado y por eso le hacía presumir que la vida es bella. Sin embargo, siempre hay un pero para contradecir, debía sortear el premonitorio mensaje que para él significaba el correcto ordenamiento cósmico de astros y planetas que se conjuraban para indicarle si esas próximas horas que estaría fuera de su aséptica burbuja del departamento, en donde todo tenía una lógica y era previsible a nivel de sentirse protegido de la estupidez humana cuyo orden estaba basado en acomodar «in situ» los sucesivos caos que por las circunstancias se le iban presentando, podría o no hacer soportable lo que vendría a suceder en ese espacio de tiempo hasta volver a su hogar, en donde pareciera que las cosas pacientemente quietas se alegraran al verlo regresar.

La señal premonitoria que le abriría el espíritu conciliador que le permitiría hacer tolerable la convivencia con el resto de la humanidad no era muy difícil de encontrar durante el trayecto a su trabajo. Sólo debía estar atento durante el rodaje del taxi, siempre viajaba en taxi para concentrarse en el propósito, buscando a través de los vidrios de ventanillas y parabrisas el número 11, pero… ¡No cualquier 11, claro!… Sino, aquél 11 que estuviera impreso en cada lado, de su parte delantera como asimismo en la trasera, y con el cual el colectivo se identificaba en el orden de interno de cualquier línea urbana de ómnibus que transporta pasajeros sin importar a qué empresa pertenece o a qué rumbo se dirige en el diagrama de su recorrido. Generalmente, casi siempre ocurría, al llegar a destino sus ojos escrutadores adiestrados para tal fin habían encontrado entre la multitud de colectivos que se cruzaban en el camino a su benefactor número 11, que no sólo lo ponía de buen humor, sino que además lo hacía condescendiente al punto de soportar con una sonrisa paternal al imbécil de Galindez que siempre equivoca el canasto, de los tres que están en el escritorio, poniendo un expediente en el canasto que van las facturas; o al desaforado hincha de Boca, que por serlo y en su ignorancia, se cree importante; o a esa hermosa compañera casada y con hijos, que posee el difícil arte de la «mosquita muerta» que por igual puede sonrojarse ante un chiste subido de tono, pero que a su vez, al numerito siguiente, es muy capaz de hacer lo que todos sabemos que hace cuando tarda más de lo que debería tardar dentro del despacho de uno de los gerentes; y así podría continuar con los demás integrantes de la oficina, enumerándolos según sus defectos.

Sin duda sería una carga imposible de sobrellevar si no hubiera sido beneficiado por la conjunción cósmica de astros y planetas, al hacerle cruzar en su camino algún colectivo con el número 11 de interno. Una carga, como tal le sucedió a veces, (pocas veces, gracias a Dios), que por culpa de su ausencia en todos los vehículos públicos con los que se topó, tuvo que soportar luego durante el larguísimo día laboral, el horroroso infierno de estar inmerso dentro de un caos de papeles, Galindez, hinchas de Boca, «mosquitas muertas» y otros, dando por resultado en el encontrarse al fin del día con el cuerpo doliente, estresado, agotado, con la cara descompuesta en rictus desencajados fuera de toda armonía y racionalidad y de tal manera que, al llegar a su departamento, sólo atinaba a ir a su cama en estado febril sin siquiera cenar.

El cosmos lo había puesto a prueba ocultándole los imprescindibles «11» que lo protegerían, y a tal punto de creer en ello que llegó a suponer que las mismas cosas también se le habían rebelado obligándolo a comprobar, en algún momento de la noche, salir a inspeccionar, encendiendo todas las luces, si cada cosa seguía estando en el exacto orden justo en que las había dejado…

Un caso realmente curioso… El hombre no era ni bueno ni malo, ¿neurótico quizá?, sino que simplemente regía su destino como algo que debía ser ordenado y previsible y para lograr tal fin sólo necesitaba encontrar, día a día, al icono de su felicidad… Al fin y al cabo, para lograr tal estado ideal tenía un costo ínfimo… Un mísero número 11 puesto en un ómnibus de línea urbana!!!

García Adolfo Daniel